lunes, 14 de noviembre de 2016

Prof. GARCIA RIVAS - ESTRUCTURA JURISPRUDENCIAL DE LA ESTAFA

ESTRUCTURA JURISPRUDENCIAL DEL DELITO DE ESTAFA
(Una revisión crítica de sus elementos objetivos)

Nicolás García Rivas
Catedrático de Derecho penal
Universidad de Castilla-La Mancha


[Publicado en Estafa y falsedades, IUSTEL, Madrid, 2005, págs. 19-46]


I. DEFINICIÓN LEGAL DE LA ESTAFA.


Una de las características definidoras del moderno Derecho penal estriba en haber asumido la protección de bienes jurídicos de naturaleza socioeconómica como estrategia preventiva frente a una delincuencia que, de acuerdo con la opinión dominante, no podía ser reprimida de manera adecuada con las viejas figuras protectoras del patrimonio individual. Así han surgido los delitos societarios, financieros, bursátiles, etc. Sin embargo, la entrada de estos nuevos delitos en los Códigos Penales no ha rebajado un ápice la importancia de los antiguos delitos patrimoniales, que viven en plena pujanza. Entre ellos, como el que más, la estafa tradicional, un delito especialmente apto para extender su radio de influencia hacia nuevos fenómenos delictivos, al menos en lo que se refiere a la protección del ciudadano individual frente a los abusos de corporaciones y empresas.

Este fenómeno un tanto contradictorio explica la importancia que tiene este delito en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, no sólo por la cantidad de resoluciones encargadas de su interpretación y aplicación sino porque algunas de ellas se refieren a casos de alto contenido lesivo y de gran relevancia política y criminal, que así –y en ese orden- deben citarse aquí. Casos en los que están involucrados grandes banqueros y empresarios, cuyas biografías han quedado marcadas por haberse sentado en el banquillo o haber ingresado en prisión tras la comisión de estafas a gran escala. La vieja truffa mantiene así toda su importancia y justifica un análisis detallado y crítico de sus elementos, tal y como vienen siendo interpretados por el Tribunal Supremo.

El art. 248 del Código Penal vigente define la estafa del siguiente modo: “Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno.”.  Al margen de la progresiva y saludable simplificación del lenguaje, el Tribunal Supremo no ha modificado de forma relevante su descripción de los elementos que componen esta figura. Podemos observarlo con la simple lectura de dos resoluciones dictadas con veintidós años de distancia:
Sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Criminal), de 27 octubre 1982
a)      engaño, piedra angular de esta especie delictiva, que consiste en la falacia, mendacidad, apariencia, fingimiento, ardid, señuelo, cimbel, o maquinación o maniobra insidiosa que, captando la voluntad de la víctima y viciándola, así como a su consentimiento, logra que, dicho ofendido, realice una prestación que de otro modo no hubiera efectuado;
b)      perjuicio patrimonial evaluable económicamente;
c)       relación de causalidad o nexo causal entre engaño y perjuicio, de tal modo que aquél constituye el origen o génesis de éste;
d)      ánimo de lucro, conseguido o no, que consiste en cualquier ventaja, utilidad, provecho o beneficio perseguido por el culpable o culpables, incluso los meramente contemplativos o de ulterior beneficencia.
Sentencia del Tribunal Supremo (Sala 2ª)  374/2004, de 22 de marzo de 2004
1º. Engaño o maquinación artificiosa y mendaz que constituye el elemento primero y fundamental de este delito.
2º. Este engaño ha de ser bastante, es decir, suficiente para determinar la voluntad del sujeto pasivo de la acción en el posterior o coetáneo acto de disposición.
3º. Tal engaño bastante ha de producir error en la persona engañada. Es el mismo requisito del engaño contemplado en el efecto que produce en tal sujeto pasivo.
4º. Por tal error (relación de causalidad) se produce un acto de disposición.
5º. Este acto ha de ocasionar un perjuicio para el disponente o para otra persona (propio o ajeno), el sujeto pasivo del resultado.
6º. Ha de existir dolo, o actuación con el conocimiento de la concurrencia de todos esos requisitos objetivos que acabamos de enumerar, elemento subjetivo exigido para todos los delitos dolosos. No cabe cometer este delito por imprudencia.
7º. La conducta del sujeto activo ha de estar movida por el llamado ánimo de lucro o intención de enriquecimiento para sí mismo o para un tercero, que constituye el específico elemento subjetivo del injusto propio de la mayoría de estos delitos de contenido patrimonial.

            Tanto la definición legal como, lógicamente, su traslado a la jurisprudencia nos ofrecen una idea de la estafa como la de una figura construida mediante la concatenación de una serie de elementos, cuyo engarce exacto permite calificar la conducta como típica. El principio de legalidad obliga a determinar con total precisión el alcance de la norma, para no sobrepasar su sentido literal posible; por ese motivo creo indicado referirme aquí a la definición que realiza de esos términos típicos el Diccionario de la Real Academia Española. De ella podrán extraerse ulteriormente criterios útiles para afrontar el reto esencial al que nos enfrenta el análisis de la estafa: su deslinde con comportamientos que pueden ser incluso jurídicamente incorrectos, y hasta antijurídicos, pero que quedan en una esfera ajena al Derecho penal, ya sea el Derecho civil o mercantil. En el citado Diccionario se define engaño como “falta de verdad en lo que se dice, hace, cree, piensa o discurre” y el verbo “engañar” como “dar a la mentira apariencia de verdad. Inducir a alguien a tener por cierto lo que no lo es, valiéndose de palabras o de obras aparentes y fingidas.”  Por su parte, bastante indica “que basta o es suficiente” (23ª ed.)  y considera que error significa “concepto equivocado o juicio falso”. Por último, define disponer como “ejercitar en algo facultades de dominio, enajenarlo o gravarlo, en vez de atenerse a la posesión y disfrute.” A continuación se irán desgranando las distintas cuestiones problemáticas que ofrece cada uno de estos elementos,

II. LA AMPLITUD INTERPRETATIVA DEL TÉRMINO ENGAÑO. EL ENGAÑO OMISIVO.
            La admisión de los engaños por omisión en el tipo de la estafa ha sido siempre motivo de polémica, pero en la crónica jurisprudencial española de los últimos años ha vuelto a plantearse con especial crudeza. Se discute si el mero silencio puede generar un engaño y si puede hacerlo en cualquier caso o sólo cuando el autor tenía un especial deber de informar que permita construir una comisión omisiva a través del art. 11 CP. Todo ello gira en torno a la determinación del alcance que pueda dársele a la expresión típica de engaño que constituye por naturaleza la columna vertebral de la estafa.
            Por lo pronto, habría que rechazar aquellas interpretaciones sobre el sentido del engaño que hacen hincapié en su capacidad para inducir a error a la víctima del delito. Así, no es infrecuente que el Tribunal Supremo exprese la múltiple variedad de conductas que pueden considerarse tales para concluir diciendo que “en resumen, como se explicita en la Sentencia 2320/1993, de 18 octubre, se requiere que el engaño sea bastante, o lo que es lo mismo, suficiente y proporcionado para la consecución de los fines perseguidos y su idoneidad debe apreciarse atendiendo tanto a módulos objetivos como en función de las condiciones del sujeto pasivo, desconocedor o con un deformado e inexacto conocimiento de la realidad por causa de la insidia, mendacidad, artificio o fabulación de agente, determinante del subsiguiente desplazamiento patrimonial -Sentencias de 31 enero y 11 y 15 julio 1991- (STS 598/1997, de 23 de abril). Declaraciones como esta suponen, en el fondo, una rectificación de la estructura típica de la estafa provocada por el desplazamiento del engaño hacia el error, que en cierto modo absorbe a aquél. Habría que recordar, con GUTIÉRREZ FRANCÉS, que si se incluyera el error en el engaño se llegaría al absurdo de desvalorar en el tipo la conducta del sujeto activo sólo en función de la diligencia o negligencia de la víctima, de su mayor o menor torpeza, buena fe, credulidad o educación[1]. Dicho con otras palabras: no puede confundirse “engaño” con “engaño bastante”; con carácter previo al análisis de su aptitud para provocar el error en el sujeto pasivo habrá que determinar si, efectivamente, existe engaño o no[2].   
            Es propio de la tradición jurisprudencial española incluir en la expresión típica engaño no sólo comportamientos activos sino también omisivos. Si el cliente acude al abogado sin saber que éste se dio de baja con anterioridad y, pese a ello, solicita y recibe una provisión de fondos para el supuesto pleito futuro, ese silencio constituye una omisión que encaja perfectamente en el campo semántico del término engaño, como afirma la STS 383/2004, de 24 de marzo de 2004, porque dicho silencio afecta a una “información relevante”. Del mismo modo, en el conocido “Caso Corporación Banesto” (STS 867/2002, de 29 julio), cuando el Presidente de la entidad propone a la Comisión Ejecutiva la compra de un 19 % de la participación que Dorna tenía en el Centro Comercial Concha Espina, a precio muy superior al de mercado, sin decir que lo adquirido no eran acciones (que es lo habitual y lo que racionalmente podían pensar los miembros de la Comisión Ejecutiva) sino cuentas de participación, con la consiguiente incapacidad para acceder a la toma de decisiones, y ello unido al hecho de que, con posterioridad, el mismo Presidente logró recibir gratuitamente, a través de una sociedad interpuesta, el 29 % de la participación que esa empresa tenía en el Centro Comercial, nos dan una idea de hasta qué punto la omisión puede significar una “falta de verdad en lo que se dice, hace, cree, piensa o discurre”. El interés económico particular del Presidente de una entidad en una operación de esta índole es ocultado a la Comisión encargada de aprobar la operación, con grave perjuicio para la entidad. Es cierto que el engaño es aquí sutil y omisivo, muy distante, pues, de la verborrea del pícaro sacamuelas, pero engaño es, al fin y al cabo. “Los miembros de dicha Comisión –afirma el Tribunal Supremo- podían racionalmente creer, porque ello sería lo normal en el tráfico y actuación de los responsables de la administración y gestión de la sociedad, que ninguno de los acusados tenía interés en el negocio y que la operación se haría adquiriendo acciones de la sociedad.”  La clave de la imputación viene dada aquí por el especial deber de lealtad y sinceridad que compete al Presidente de una entidad para con los órganos directivos de la misma, como afirma el Fundamento 32.5 de la Sentencia, lo que generaría una posición de garante, infringida mediante la conducta silenciosa del autor.
            Esta mención a la posición de garante en el delito de estafa, como exigencia jurídica de integración del art. 11 CP en el art. 248 CP, vuelve a plantearse de manera más aguda en el Caso KIO/Cartera Central (STS 298/2003, de 14 de marzo), al pretender los recurrentes que sólo es típica la omisión cuando existe posición de garante basada en la existencia de una norma jurídica que obligue a actuar. Tras descartar que se trate en ese caso de una imputación por omisión, la Sentencia afirma que, de todas maneras, existía esa norma que obligaba a los acusados a actuar: “es obvia la fuente que imponía a los socios mayoritarios informar a los demás de las actividades desplegadas, en relación al tema de la encomienda (gestionar la venta de los solares) (...)  Bastaría calificar el desempeño de dicho cometido de negocio jurídico, pacto, convenio, acuerdo, contrato atípico, o si se quiere mandato (art. 1719 y 1720 CC) para llegar a la conclusión que dentro de la libertad de contratación y de formas (arts. 1255 y 1278 CC), el señor C. y A. asumieron el encargo de gestionar y negociar en nombre o interés propio y en el de sus socios minoritarios la venta de derechos y acciones de Urbanor. En virtud del encargo asumido tenían obligación de informar, según ese deber jurídico de lealtad, de las circunstancias que constituyeron el objeto de la encomienda.”
            Desde un punto de vista general, conviene distinguir, al menos, dos tipos de situaciones. Por una parte, aquellos casos en los que el silencio del sujeto puede traducirse sin dificultad en su versión activa, como actos concluyentes. Por otra, otros supuestos en los que, efectivamente, el engaño sólo puede derivarse del hecho de que el autor calla alguna característica de la transacción que resulta esencial para que ésta se lleve a cabo o, dicho de otro modo, si cabe predecir que si ese sujeto no callara, la transacción no se realizaría.
Ya decía VALLE MUÑIZ que el silencio puede considerarse una verdadera manifestación de voluntad. Para que ello ocurra es necesario que se sitúe en el contexto de una relación compleja, de manera que el silencio se integra en el seno de una acción positiva y se convierte en “acto” (BOCKELMANN) concluyente[3]. Deberá contemplarse también cuál era la relación existente entre el sujeto activo y el sujeto pasivo, las costumbres comerciales, etc. VALLE MUÑIZ niega que en estos casos pueda hablarse de comisión por omisión, modalidad que rechaza en la estafa dado que en la época en la que se publicó su obra no existía una regulación legal de la misma y podía incurrirse en una interpretación extensiva de la norma[4]; pero piensa lo contrario el Tribunal Supremo en la Sentencia citada (STS de 14 de marzo de 2003) y también en otras anteriores[5]. Y creo que con razón. La estafa es un delito de resultado cuya estructura se adapta a lo dispuesto en el art. 11 CP como cualquier otro delito de la misma naturaleza. La posición de garante puede derivarse de un deber jurídico específico (como los que pueden regir en el ámbito de una sociedad anónima en virtud de las disposiciones específicas en la materia) o del peligro previamente creado por el autor. En el primer caso, parece claro que infringir los deberes de información cuando de esa omisión puede derivarse el perjuicio para la sociedad querellante constituye una creación de riesgo equivalente a la afirmación de determinadas características de la transacción a realizar cuando las mismas sean sencillamente falsas. En el segundo caso, la existencia de una relación comercial, capaz de generar un riesgo de pérdidas para cualquiera de las partes, unida al silencio posterior sobre un dato al que el sujeto pasivo no tiene acceso, puede servir para constituir una infracción del deber de garante y la consiguiente comisión por omisión. Así, quien mantiene desde hace tiempo una relación comercial leal con un proveedor pero calla en un momento determinado su repentina situación de insolvencia, aprovechando la buena fe del otro comerciante para hacerse con la mercancía, no cabe duda de que “engaña” por omisión. No puede imputarse al hacer previo, que era perfectamente lícito, sino al silencio posterior. De ahí que no pueda confundirse ese silencio con “actos” concluyentes; lo concluyente en este caso es el silencio. Si deriváramos la imputación al hacer previo, el hecho sería perfectamente impune. En el caso KIO/Cartera Central (STS 298/2003, de 14 de marzo) no existe sin embargo engaño omisivo. Los condenados presentaron una valoración de terrenos que no se correspondía con la real, aunque a los perjudicados les “convenciera” el precio que recibieron. Existe “engaño” pese a todo porque se calla un dato esencial como es el valor real del bien que se pretende vender. Sin embargo, no existe aquí omisión porque a cambio de la valoración real se presenta otra falsa, de manera que el perjuicio se puede imputar a la presentación de este documento falso, lo cual constituye un acto y no una omisión. Si no hubiera existido dicha presentación, entonces habría que imputar el perjuicio a la omisión de una información no contrastada en documento alguno, pero verídica, al fin y al cabo, aunque oculta.  
            En relación con esto último, no cabe duda de que tan engaño puede ser la falsa afirmación de un hecho como la de un juicio de valor.  Como bien afirmara ANTÓN ONECA, el legislador español no distingue como el alemán ambas vertientes, y el intérprete no tiene por qué añadirla. Sin perjuicio de que, como el propio autor afirma, el juicio de valor puede tener tanta eficacia para lograr el espurio desplazamiento patrimonial como la afirmación de un hecho (falso)[6], ese argumento no consolida un concepto amplio de engaño, como se advirtió más arriba. Lo determinante aquí es que el juicio de valor falso se sitúa en el campo semántico del engaño.


III. ENGAÑO Y DOLO CIVIL

            Se trata, sin duda alguna, de uno de los problemas fundamentales que plantea el delito de estafa: su cercanía con los incumplimientos contractuales que constituyen una mera infracción del Derecho civil. La tradicional doctrina del Tribunal Supremo deslinda uno y otro ilícito en atención al momento en el que surge el dolo de incumplir el negocio jurídico. Así, la STS de 16 de marzo de 1982 afirma: “en los llamados contratos civiles criminalizados, es el contrato mismo el instrumento del engaño, no se precisa de ningún otro artificio satélite o coadyuvante al contrato mismo; el criminal se vale precisamente de la confianza y buena fe que rigen el cumplimiento de la inmensa mayoría de los contratos, sin las que el tráfico jurídico se haría imposible; confía en que la persona con quien contrata, si aparentemente puede tener solvencia para cumplir su obligación, lo hará. Cuando esto no ocurre, puede ser porque el deudor por causas a él no imputables ha devenido insolvente, aunque su intención fue siempre cumplir (incumplimiento civil); pero otras veces existe un dolo antecedente inicial o «in contrahendo» para conseguir el desplazamiento patrimonial a su favor, pero con la idea preconcebida de que no cumplirá la contraprestación obligada por quererlo así, o por saber que no podrá, (incumplimiento criminal).” En otras ocasiones, la separación encuentra su apoyo en lo que el Tribunal Supremo denomina tipicidad, con lo que quiere decir únicamente que cuando el hecho coincida con lo previsto en el art. 248 CP habrá estafa y si no coincide habrá un mero incumplimiento civil. Una argumentación bastante pobre, habida cuenta de que el problema reside, justamente, en la superposición que existe entre el incumplimiento civil y el ilícito penal. Esa explicación puede leerse en Sentencias tan recientes como la 464/2003, de 27 marzo: “la línea divisoria entre el dolo penal y el dolo civil, en los delitos contra el patrimonio, se sitúa en la tipicidad, de modo que únicamente si la conducta del agente aparece incluida en el precepto tipificador del delito de estafa, es punible tal acción, lo que permite establecer un criterio diferenciador entre el mero incumplimiento contractual para el que el Ordenamiento Jurídico establece remedios para restablecer el derecho conculcado por vicios civiles, de aquellas otras conductas en las que se acredita que bajo el enmascaramiento de un contrato, se insinúa una aparente intención de contratar, cuando en realidad lo que se pretende es transmitir al otro tal aparente intención de contratar para aprovecharse del cumplimiento de la parte contraria y del propio incumplimiento decidido desde el principio con el consiguiente empobrecimiento del tercero y enriquecimiento del causante de esta simulación.”[7]

            Lo cierto es que la citada doctrina del Tribunal Supremo resulta insostenible. Para confirmar la veracidad de esta afirmación basta con observar qué dice el Código Civil y de qué manera lo interpreta la Sala Primera del Tribunal Supremo, cuya doctrina podría trasladarse sin ningún aditivo a la Sala Segunda, rompiendo esa ficticia línea divisoria entre la tipicidad penal y el mero incumplimiento civil. El art. 1269 CC establece que: “Hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera hecho.”[8] La propia redacción del precepto desdice la doctrina de la Sala Segunda sobre el carácter antecedente o incidental del dolo incumplidor del agente. Hay dolo civil también cuando el contrato no se habría realizado de haberse percatado la otra parte de la falsedad que encerraba el negocio. Por lo demás, el art. 1270 CC declara que “el dolo incidental sólo obliga al que lo empleó a indemnizar daños y perjuicios” y no comporta la nulidad del contrato, que exige el dolo previo. Luego difícilmente puede servir el carácter antecedente o consecuente del dolo para distinguir la estafa del mero incumplimiento civil. Por eso, es lógica la doctrina de la Sala Primera cuando dice que “definido el dolo en el art. 1269 del Código Civil como vicio del consentimiento contractual, comprensivo no sólo de la insidia directa o inductora de la conducta errónea de otro contratante sino también de la reticencia dolosa del que calla o no advierte a la otra parte en contra del deber de informar que exige la buena fe, tal concepto legal exige la concurrencia de dos requisitos: el empleo de maquinaciones engañosas, conducta insidiosa del agente que puede consistir tanto en una acción positiva como en una abstención u omisión, y la inducción que tal comportamiento ejerce sobre la voluntad de la otra parte para determinarle a realizar el negocio que de otra forma no hubiera realizado” (STS 569/2003 -Sala de lo Civil-, de 11 junio). O, quizá más contundente aún, la 913/2003 (Sala Civil), de 3 octubre, cuando dice: “siendo el dolo el error provocado por la actuación insidiosa de una parte contratante, como dice el artículo 1269 del Código civil, es decir, el engaño causado maliciosamente, engaño sugerido a un contratante, haciéndole creer lo que no existe u ocultando la realidad, como dice la sentencia de 23 de mayo de 1996 , requiriendo un presupuesto subjetivo, la conducta de mala fe, y el objetivo, la gravedad”. Y pueden encontrarse multitud de resoluciones de la Sala Civil con idéntico tenor (SSTS 799/2002, de 26 julio; 193/2002, de 6 marzo; 1242/2001, de 22 diciembre; 910/1996, de 12 noviembre). Así, se resuelven por la vía civil conflictos derivados del incumplimiento del negocio que podrían resolverse perfectamente como delito de estafa: vender una finca de secano engañando a la otra parte diciéndole que podía transformarse en regadío cuando ello no era posible y el vendedor lo sabía; lograr una cesión de bienes a cambio de una pensión ridícula aprovechándose del malestar físico y psíquico de la cedente[9]. A mi modo de ver, el único instrumento interpretativo útil para distinguir la estafa del incumplimiento civil estriba en el sentido literal posible de la expresión “acto de disposición”, como se verá después. Cualquier intento al margen de éste se encuentra abocado al fracaso, según creo. Por lo demás, parece claro que el deslinde entre uno y otro ilícito sólo puede ser parcial y negativo: nunca puede considerarse estafa un dolo incumplidor que surge después de la negociación. En ese caso, entrará en juego únicamente el Código Civil. Si el dolo surge previamente, en principio puede considerarse tanto una causa de nulidad del negocio como una estafa.


IV. EL CARÁCTER BASTANTE DEL ENGAÑO.

            Recientemente, PASTOR MUÑOZ ha llevado a cabo un exhaustivo análisis sobre el problema interpretativo que plantea el adjetivo típico bastante que acompaña y califica al engaño que genera la estafa[10]. En su monografía explica el progresivo abandono por parte del Tribunal Supremo de la teoría de la causalidad natural a la hora de interpretar el delito de estafa incluso en épocas anteriores a 1983, cuando ni siquiera se definía la conducta delictiva sino que se describía un amplio catálogo de estafas típicas. Ya con anterioridad, VALLE MUÑIZ y GUTIÉRREZ FRANCÉS advirtieron sobre este fenómeno, que convertía la doctrina sobre este delito en una rara avis con respecto a la doctrina general sobre la relación de causalidad en la jurisprudencia española[11]. A partir de la reforma de 1983 se observa en el Tribunal Supremo un deslizamiento progresivo desde una noción objetiva de la aptitud del engaño hacia la introducción de consideraciones subjetivas que no necesariamente sirven para eliminar el carácter típico de la acción sino a veces para confirmarla pese, a su aparente insignificancia. En este sentido, tiene razón GUTIÉRREZ FRANCÉS cuando afirma que el término bastante no informa aisladamente y en abstracto de cómo ha de ser el engaño típico sino que alude a cómo debe ser éste en relación con el error. La idoneidad, la aptitud, la capacidad o suficiencia para generar en otro error, delimitará la conducta engañosa típica, sobre la que recaerá el juicio de imputación objetiva del resultado típico[12]. Consideración de esta autora a la que cabría añadir que ese “otro” al que se refiere el art. 248 CP no es una entidad abstracta sino precisamente el sujeto al que va dirigido el engaño y cuyo patrimonio se protege. En la medida en que el bien jurídico protegido es individual, también habrá que referir la conducta típica a ese sujeto individualmente considerado, con sus características personales incluidas. De ahí que sea en este contexto donde deba analizarse la relevancia del deber de autoprotección de la víctima.
            La STS 441/2004, de 5 de abril afirma que “es un tópico doctrinal y jurisprudencial que no cualquier engaño, aun asociado a los restantes elementos típicos del art. 248,1 CP, constituye delito. La ley requiere que el engaño sea "bastante" y con ello exige que se pondere la suficiencia de la simulación de verdad para inducir a error, a tenor del uso social vigente en el campo de actividad en el que aconteció la conducta objeto de examen y considerando la personalidad del que se dice engañado. Así, pues, se trata de un juicio no de eficacia ex post, que sería empírico o de efectividad, sino normativo-abstracto y ex ante, sobre las particularidades concretas de la acción (...)Lo que ha de tenerse en cuenta para calificar de "bastante" el engaño propio de la estafa es si la actividad encaminada a defraudar puede considerarse seria, es decir, con apariencia de veracidad, de modo que tenga aptitud para producir en la persona a la que va dirigida el error pretendido”[13]. En el caso que se analiza el ardid consistió en dar un parte falso al seguro sobre un siniestro que podía haber ocurrido, dado que en la zona se había producido una tormenta con graves daños. Por la misma razón, siguen condenándose como estafa los casos de “timo de la estampita”, pues aunque pueda resultar inverosímil que existan personas tan incautas como para caer en esa trama, lo cierto es que sigue siendo eficaz[14] cuyo patrimonio es protegido por el Derecho penal.
            El reverso de la cuestión es la exigencia por parte del Tribunal Supremo de que aquellos que sí pueden autoprotegerse lo hagan so pena de quedar desprotegidos de los ataques fraudulentos a su patrimonio. ANTÓN ONECA, en su conocido trabajo, se hacía eco de la opinión clásica de GROIZARD, quien sostuvo que “siendo el engaño elemento esencial, claro es que hay que suponer para admitir su eficacia determinadas condiciones de defensa para no dejarse engañar en la persona contra quien el delito se fragua. una absoluta falta de perspicacia, una estúpida credulidad o una extraordinaria indolencia para enterarse de las que pueden llegar a ser las causas de la defraudación el perjuicio no puede reputarse como efecto del engaño sino del censurable abandono o a la falta de la debida diligencia.”[15]. El Tribunal Supremo sigue fielmente esa doctrina tantos años después y, en virtud de ella, excluye la estafa cuando, por ejemplo, un hombre utiliza la tarjeta de crédito de una mujer (STS 807/2003, de 3 de junio), pues el establecimiento incumple su deber de verificar la identidad del usuario; o, también, cuando otro varón se hace pasar por su suegra para extraer dinero de una entidad bancaria (STS 1295/1998, de 29 de octubre), ya que “la empleada ha sido engañada, pero no que el engaño ha sido bastante para llevarla a entregar a la suplantadora el dinero que demandaba. Si la empleada hubiese observado diligentemente las pautas de precaución bancaria a que estaba obligada, la acusada no hubiese alcanzado su propósito que logró sin necesidad de superar el obstáculo institucionalmente establecido para la protección de los fondos depositados.”
La diligencia debida de la víctima se erige, por consiguiente, en criterio configurador de ese elemento del tipo que enlaza el engaño con el error. Sólo adquiere carácter típico el engaño que es capaz de inducir a error a una persona que cumple con su deber de diligencia. En la mayoría de los casos dicho deber es insignificante, pero no ocurre lo mismo en campos especializados en la generación de negocios jurídicos, que deben guardar la debida cautela cuando emprenden uno nuevo. En el Caso KIO/Cartera Central, la STS 298/2003, de 14 de marzo, considera que los socios minoritarios de esta última, aunque desarrollaran su actividad en el mercado inmobiliario, no tenían ningún medio para averiguar si los compradores del solar respecto a cuya venta se produjo la estafa por parte de los condenados ofrecían un precio superior al que éstos dijeron, exhibiendo además un documento. La misma cuestión es analizada también en el Caso Banesto (STS 867/2002, de 29 de julio), que afirma: “el engaño es bastante pues resultaba legítima la confianza de los miembros de la Comisión en la lealtad de los acusados y la relajación de sus deberes de autoprotección, pues no es exigible de ordinario en el desarrollo normal de una sesión de la Comisión Ejecutiva en la que el orden del día se compone de temas varios, que cada uno de los miembros que la integran lleve a cabo un examen pormenorizado de la propuesta que se somete a votación, máxime cuando esa propuesta es apoyada por el Presidente de la entidad, y la propone su Consejero delegado, y además, esa propuesta se apoya con un informe de valoración asentado en datos falsos, ocultados a los demás miembros de la Comisión, y se lleva a la sesión a sus más interesados valedores a realizar una exposición de negocio asentada sobre las bases más optimistas pero conocidamente irreales.” Por ello, puede decirse que la jurisprudencia exige una diligencia media pero no extrema, dado que esta última chocaría con la fluidez de las relaciones comerciales, cuya buena fe, en última instancia protege también este tipo delictivo, como bien dijera en su día ANTÓN ONECA[16].


V. EL PAPEL AUTÓNOMO DEL ERROR.


            Hay error cuando la realidad y su representación mental no coinciden. En la estructura dinámica de la estafa, el error es el gozne que une el comportamiento avieso del autor y el comportamiento incauto de la víctima. La estafa, en efecto, a diferencia de los delitos de apoderamiento, que exigen sólo un determinado comportamiento del autor, requiere una coordinación de la acción del autor con la acción de la víctima (Beziehungsdelikt). Ello explica que en la doctrina alemana se haya catalogado este delito como delito de autolesión o como autoría mediata tipificada[17].  

            Algunos autores consideran que no estamos ante un elemento autónomo del delito de estafa, sino ante un mero elemento referencial respecto al engaño, que fija su entidad o aptitud (dice “bastante para producir” no “bastante que produce”)[18]. Sin embargo, dicha propuesta convertiría el tipo de la estafa en una estructura desarticulada. Si se pretende enlazar el engaño con el acto de disposición sin exigir que entre uno y otro quede probado el error en el sujeto pasivo, existiría desde luego estafa aunque la víctima estuviera perfectamente avisada de las pretensiones del autor –cuyo engaño, no se olvide, puede ser bastante aunque la víctima se aperciba del ataque patrimonial, lo que constituiría una clara tentativa de estafa- y le siguiera el juego para denunciarle después. Nadie duda de que en este caso no existe delito de estafa[19] y sin embargo la tesis de la eliminación de la autonomía del elemento del error en el tipo daría como resultado la afirmación del delito en ese caso. Por eso tiene razón la doctrina mayoritaria al seguir la opinión de ANTÓN ONECA y darle al error un lugar propio en la estructura del tipo[20]. Con ello queda claro, por lo demás, que el error debe existir a consecuencia del engaño y que no cabe aplicar el art. 248 CP cuando la falsa representación de la realidad existía ya antes de que el autor desplegara el ardid correspondiente. Por otro lado, a veces se olvida que la descripción típica no termina con la expresión “para producir error en otro” sino que continúa con la expresión “induciéndolo a realizar”...Lo que indica un modelo de actuación que se asemeja a la inducción delictiva, definida siempre como “determinación a realizar un hecho que el sujeto no tenía previamente intención de realizar”, de tal manera que en la estafa es la imagen falsa de la realidad lo que induce a ejecutar el acto de disposición, una imagen que debe ser efectivamente falsa para que pueda decirse que el autor induce. Si la imagen se correspondiera totalmente con la realidad entonces no sería el acto de disposición una consecuencia del error (ni del engaño) sino de la libre voluntad de la hipotética víctima, lo que eliminaría también la tipicidad del hecho. En este orden de cosas, la Sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia 57/2001 (Sección 4ª) , de 22 de febrero, al analizar un caso de polizonaje afirma que “de los elementos que integran la estafa, según la definición del artículo 248 del Código Penal, no cabe duda de que en el polizonaje concurren el ánimo de lucro, el engaño, el acto de disposición patrimonial, y el perjuicio. La concurrencia del error en el sujeto pasivo no siempre se produce, y es ello lo que impide, cuando así acontece, calificar e hecho como constitutivo de estafa”.

            En la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo se subraya la necesidad de demostrar el error. Así, la STS 298/2003, de 14 marzo (Caso KIO/Cartera Central) exige para que exista estafa la “originación o producción de un error esencial en el sujeto pasivo, desconocedor o con conocimiento deformado o inexacto de la realidad, por causa de la insidia, mendacidad, fabulación o artificio del agente, lo que lleva a actuar bajo una falsa presuposición, y a emitir una manifestación de voluntad partiendo de un motivo viciado, por cuya virtud se produce el traspaso patrimonial.”

VI. EL ACTO DE DISPOSICIÓN. LA ATIPICIDAD DE LA PRESTACIÓN DE SERVICIOS.
            La estructura híbrida del delito de estafa alcanza aquí su genuina expresión: la víctima debe realizar un “acto...de disposición”. Es un lugar común en la doctrina y en la jurisprudencia españolas negar el carácter civil de esta expresión y considerar incluidas en ella situaciones no admitidas en el tráfico civil como la mera posesión fáctica de la cosa y su posterior entrega al autor del hecho como un propio acto de disposición en el sentido penal del término; de ese modo, no sólo puede ser sujeto pasivo de la estafa el propietario sino también quien no lo es. Una interpretación plausible, habida cuenta de que el tipo del art. 248 CP abre el elemento del perjuicio a cualquier tercero y no necesariamente a quien realiza el acto de disposición. Desde un punto de vista sistemático, pues, debe aceptarse esa interpretación[21].
            Cuestión distinta es la relativa a la amplitud del concepto de disposición que rige también con carácter mayoritario en la literatura y la jurisprudencia penal españolas. Nadie pone en duda que “el acto de disposición puede recaer sobre cualquier parte integrante del patrimonio, sobre bienes –muebles o inmuebles- o sobre derechos, puede consistir tanto en la transmisión de derechos como en la asunción de obligaciones; también puede tener por objeto la prestación de servicios, siempre que ostenten una valoración económica” (VALLE MUÑIZ[22]). Sin embargo, dicha concepción amplia, que incluye la prestación de servicios, no se corresponde sistemáticamente con lo que significa el acto de disposición ni, en concreto, con su carácter transitivo. La disposición debe tener un objeto; se dispone de algo, es decir un bien o un derecho, y al igual que para la consumación de los delitos de apoderamiento se exige que el autor haya tenido disponibilidad sobre el bien o, lo que es lo mismo, que el bien haya pasado del patrimonio de la víctima al patrimonio del autor como consecuencia de la acción de apoderamiento[23]. Asimismo, en la estafa debe exigirse que el acto de disposición recaiga sobre un objeto, un bien o un derecho, que se traslada hasta el patrimonio del autor, de manera que no abarcaría también las prestaciones de servicios, dado que éstas no son algo de lo que se pueda disponer sino una actividad que se realiza a lo largo del tiempo y adquiere, con él, vida propia. Por otra parte, tampoco puede disponer el autor de esa prestación, sino que simplemente la disfruta. Si el cliente no paga al abogado por los servicios prestados, existiendo dolo previo de impago, no cabe la estafa porque el abogado no realiza ningún acto de disposición hacia el patrimonio del cliente. Existirá perjuicio, pero faltará el elemento que el tipo exige como antecedente de éste. A diferencia de lo previsto en el art. 1088 CC: “toda obligación consiste en dar, hacer o no hacer alguna cosa”, el acto de disposición típico de la estafa sólo puede consistir en dar o entregar algo. Con ello se consigue, por lo demás, establecer una frontera ulterior entre el fraude penal y el dolo civil, margen que puede ser más eficaz que la clásica referencia a la tipicidad realizada por el Tribunal Supremo. De seguirse esta tesis, cuando el sujeto pasivo reivindique el impago de un hacer, el hecho debería resolverse por la vía civil.
            Los supuestos que pueden incluirse en la modalidad de “estafa por prestación de servicios impagados” es extensa, pero destaca la actividad jurisprudencial que genera la llamada estafa de hospedaje. Si se analizan las resoluciones del Tribunal Supremo encargadas de interpretar la adaptación del tipo previsto en el art. 248 CP a ese fenómeno (1641/2001, de 19 septiembre; 1324/2001, de 6 julio ; 353/2000, de 1 marzo), cabe observar que casi nunca se analiza el elemento acto de disposición y que toda la carga argumental descansa sobre el elemento engaño. Una de las escasas sentencias que se refieren al primero, la STS 1324/2001, de 6 julio, contiene en realidad una explicación ambigua: “igualmente infundada resulta la negación de la disposición patrimonial, apoyada en el hecho de que, en realidad, el servicio se hubiera prestado de todas maneras, con y sin el engaño de la acusada. Este argumento ha sido considerado, por lo general, en los supuestos de prestación de servicios que se hubieran realizado con el autor o sin él, como p. ej. la exhibición de una película en un cine o el viaje de un medio público de transportes. Cualquiera que hubiera sido la eficacia defensiva de este argumento, en el contexto de los ejemplos recién expuestos, lo cierto es que el presente caso es diverso de ellos, pues el servicio ha sido prestado especialmente al cliente que ocupó la habitación.” Una explicación que, por lo demás, entronca con la esgrimida por diversas Audiencias Provinciales para considerar atípica la estafa de polizonaje  cuando el sujeto no disfruta del servicio de transporte de manera clandestina sino que se limita a no disponer del título válido para efectuar dicho servicio. La Audiencia Provincial de Madrid suele considerar atípica esa conducta; así, la Sentencia 386/2003 (Sección 15ª), de 30 septiembre, afirma que “podría discutirse si en el supuesto denunciado el engaño es "precedente" y "bastante", pero no que nunca será "determinante" de la conducta de la Compañía, en cualquier caso prestataria del servicio público indebidamente utilizado por el viajero que infringió sus obligaciones contractuales.”[24] Por el contrario, la Audiencia Provincial de Valencia entiende de otro modo la cuestión y afirma, por regla general, que se trata de estafa por cumplirse todos los requisitos para ello y, en concreto, la existencia de un acto de disposición, porque aún cuando “su concurrencia se suele negar por algún sector doctrinal con fundamento en que la actividad de transporte se realiza siempre, con engaño o sin él, pues la salida del tren debe producirse en todo caso a la hora prevista suba o no en el vagón quien no desea pagar el billete. Ahora bien, frente a este argumento cabe afirmar que la estafa se consuma con la producción del perjuicio patrimonial, es decir, de un empeoramiento, valorable en dinero, de la situación patrimonial del sujeto pasivo, de modo que por lo que al caso presente se refiere, si la actividad del porteador se desarrolla en todo caso para recibir el precio del transporte, y en la determinación de tarifa se toman en consideración todos los factores que representan el lucro que razonablemente debe obtener el transportista por su actividad, así como la suma de las costas que se deriven de la explotación, el hecho de utilizar el servicio sin pagar su importe supone que se ha consumido en beneficio propio parte de aquello que el transportista ha tenido que proporcionar para la efectividad del transporte, pagándolo de su propio peculio, cual equivale al desplazamiento patrimonial.” (SAP Valencia 279/2002 -Sección 4ª-, de 20 noviembre[25]). Si se lee con atención, el Tribunal solapa totalmente el acto de disposición y el perjuicio. Es cierto que cuando existe el primero se producirá lógicamente el segundo, pero no es cierta siempre la relación inversa. El perjuicio puede existir sin que se haya producido un acto de disposición, lo que tendrá lugar siempre que –como se decía más arriba- no exista algo sobre lo que pueda recaer ésta. La víctima (empresa de transporte) no dispone de algo que pase a formar parte del patrimonio del autor, sino que realiza un servicio que le genera costes, lo cual no es sinónimo de acto de disposición sino de prestación de un servicio.  


VII. EL PERJUICIO. LA CONCEPCIÓN OBJETIVO-INDIVIDUAL DEL TRIBUNAL SUPREMO. CRÍTICA.

            La perfección de la estafa requiere la efectiva causación de un perjuicio patrimonial a la víctima. Ese es el resultado material del delito. Por otra parte, resulta indiscutible que el perjuicio debe tener una cuantificación económica. Nadie lo discute por la sencilla razón de que la pena se impone en función de cuál sea ese perjuicio, método que se sigue igualmente para separar la falta del delito. Valgan, pues, las palabras de ANTÓN ONECA cuando afirma que “el perjuicio consiste en una disminución del patrimonio, ya del propio engañado que realiza el acto de disposición, ya de sujeto distinto.”[26]. Su íntima conexión con el acto de disposición ha llevado a GUTIÉRREZ FRANCÉS a sostener que en realidad se trata de un solo elemento típico, definido como disposición patrimonial lesiva[27], pues ciertamente no existen discrepancias sobre el hecho de que la estafa se consuma cuando se produce la disminución cuantificable del patrimonio de la víctima (perjuicio) . Sobre el carácter constante de la jurisprudencia del Tribunal Supremo a este respecto habla bien claramente la STS 374/2004, de 22 de marzo de 2004, que se remite a otra de 3 de febrero de 1879, para confirmar que “sin perjuicio conocido y valorable, aun cuando exista engaño, no cabe apreciar el delito de estafa”.

            La polémica se abre cuando tratamos de determinar qué contenido tiene ese perjuicio y si la equivalencia del valor de la contraprestación neutraliza el mismo aunque el sujeto pasivo haya recibido un bien de diferente entidad que la acordada. A este respecto, puede decirse que el Tribunal Supremo mantiene una concepción relativamente subjetiva del patrimonio, al incluir la utilidad del bien y no sólo su valor económico. En el fundamental Caso de la Colza (STS de 23 de abril de 1992), mantuvo una concepción “personal” de patrimonio que permitía incluir la insatisfacción de la víctima como propio perjuicio típico. Los argumentos de la Sentencia son del siguiente tenor: “el daño patrimonial depende de la existencia de una disminución del patrimonio vinculada causalmente con la disposición patrimonial erróneamente motivada. En esta línea se ha sostenido que el concepto de patrimonio, a los efectos de establecer tal disminución patrimonial, no se limita a los valores puramente económicos (concepto económico de patrimonio) ni a la integridad de los derechos patrimoniales del titular (concepto jurídico de patrimonio). Por el contrario, se habla de un concepto mixto de patrimonio respecto del cual la disminución que constituye el daño deberá afectar tanto a los valores económicos, como a los derechos patrimoniales del titular. Desde este estrecho punto de vista, es claro que cuando el sujeto pasivo del engaño ha recibido un valor económico equivalente al precio, no habría sufrido mengua objetiva alguna en su patrimonio. Ni sus valores económicos, ni sus derechos se habrían visto afectados. Sin embargo, en la doctrina moderna, el concepto personal de patrimonio, según el cual el patrimonio constituye una unidad personalmente estructurada, que sirve al desarrollo de la persona en el ámbito económico, ha permitido comprobar que el criterio para determinar el daño patrimonial en la estafa no se debe reducir a la consideración de los componentes objetivos del patrimonio. El juicio sobre el daño, por el contrario, debe hacer referencia también a componentes individuales del titular del patrimonio. Dicho de otra manera: el criterio para determinar el daño patrimonial es un criterio objetivo-individual. De acuerdo con éste, también se debe tomar en cuenta en la determinación del daño propio de la estafa, la finalidad patrimonial del titular del patrimonio. Consecuentemente, en los casos en los que la contraprestación no sea de menor valor objetivo, pero implique una frustración de aquella finalidad, se debe apreciar también un daño patrimonial. En el caso que ahora se juzga no cabe duda que la contraprestación ha resultado inservible en relación al fin contractualmente perseguido por los compradores del aceite, toda vez que éstos pretendían adquirir un comestible, pero a cambio recibieron un producto, cuyo valor puede haber sido equivalente al precio pagado, pero que no era comestible. Desde el punto de vista del criterio objetivo-individual para la determinación del daño patrimonial, en consecuencia, el daño producido a los compradores del aceite es también patrimonial en el sentido de delito de estafa.” De acuerdo con esta postura, si la víctima recibe un bien con valor de mercado semejante a su contraprestación puede existir estafa. Por su parte, la reciente Sentencia sobre el Caso Banesto (STS 867/2002, de 29 de julio), aunque anula la Sentencia de la Audiencia Nacional (16/2000 - Sección 1ª-, de 31 marzo) respecto a la condena por estafa en relación con el “asunto Isolux”, establece matizaciones que añaden notas subjetivas sobre una valoración exclusivamente económica o de mercado. “Cuando lo obtenido como contraprestación por el desplazamiento patrimonial –afirma el Alto Tribunal- equivale económicamente y en nivel de utilidad a la prestación realizada, no es posible afirmar un perjuicio patrimonial en el sentido de estos tipos delictivos, pues perjuicio no equivale a beneficio de terceros, salvo en el caso de que las plusvalías hubieren debido revertir a la propia sociedad (como hemos declarado en la operación cementeras) o cuando la contraprestación recibida reporte una utilidad que no se corresponde con el valor de la prestación realizada (como en el caso de las operaciones Concha Espina y Oil Dor).” Al advertir de que el nivel de utilidad o de la prestación realizada debe tenerse en cuenta a la hora de valorar el perjuicio patrimonial está repitiendo en realidad la doctrina de la Sentencia de la colza, donde el aceite no era apto para satisfacer la utilidad para la que fue adquirido. Sin embargo, en el Caso Banesto se añade algo más: que el beneficio mayor de aquellos que comparten intereses societarios con los querellantes no significa que éstos hayan quedado perjudicados, siempre que el valor de lo ingresado en el patrimonio se corresponda con el valor de mercado. Por eso afirma que “no hay prueba suficiente que acredite que lo pagado por la Corporación en 1993 fuera un precio excesivo dadas las condiciones de la sociedad”...luego no existe perjuicio, aunque ello supusiera un beneficio para el acusado. La propia Sentencia considera que quizá se cometieran delitos de administración desleal, no tipificados cuando ocurrieron los hechos.
            Por la misma razón, en el Caso KIO/Cartera Central (STS 298/2003, de 14 marzo), considera que sí existe perjuicio en la venta de los terrenos sobre los que se edificaron después las Torres de Plaza de Castilla, aunque los defraudados vendieran los mismos a un precio que a ellos les pareció correcto. Si el Tribunal Supremo mantuviera un concepto radicalmente individual de patrimonio no podría entonces condenar por ello a quienes vendieron su parte a un precio superior. Aquí tiene muy en cuenta el valor de mercado, que es el que fijan los compradores y no otro, por bueno que sea: “Este Tribunal considera que el perjuicio existió desde el momento en que el bien que salió de su patrimonio tenía un valor económico en el mercado superior al representado por el dinero que recibieron. Si se calculó el precio de los derechos de suscripción preferente de las acciones de Urbanor en función del valor del metro cuadrado edificable de los solares, ya se ha dicho que los compradores lo habían valorado en 231.000 ptas/m2 edificable y por lo tanto los socios minoritarios debieron recibir la cantidad resultante partiendo de ese precio y no de 150.000 ptas/m2, resultando perjudicados en la diferencia. El precio al que ellos estaban dispuestos a vender y al que de hecho vendieron podía ser bueno y para ellos podía suponer obtener unos importantes beneficios con relación al precio al que ellos habían comprado unos años antes, pero lo relevante es que podían haber vendido a un precio superior como lo hicieron los otros accionistas y, por lo tanto obtener mayores beneficios como de hecho los obtuvieron los otros accionistas. El precio de venta de un bien de estas características, unos terrenos, que no está sujeto a limitación o control alguno de carácter oficial no es otro que aquel que está dispuesto a pagar quien se muestra interesado en su compra y por ello en este caso el precio del solar era el que estaban dispuestos a pagar los compradores. Ese era su precio de mercado .  
            En nuestra doctrina no existe acuerdo en torno a este concepto objetivo-individual de patrimonio. Mientras VALLE MUÑIZ lo rechaza porque considera que con ello se estaría protegiendo un interés diferente, no patrimonial, como la libertad de contratación. Para este autor, “ausente el desequilibrio patrimonial no cabe afirmar el perjuicio”[28]. Todo lo contrario opinan GUTIÉRREZ FRANCÉS y CONDE-PUMPIDO, para quienes se trata de una consecuencia que se deriva lógicamente de aceptar una concepción mixta de patrimonio y cuya negación llevaría a fomentar la desconfianza en las relaciones negociales. Quien recibe una cosa distinta de la acordada podrá tener en sus manos un bien de idéntico valor objetivo que aquella, pero en su particular patrimonio esa cosa carece de valor alguno[29]. Según creo, la llamada concepción objetivo-individual resulta insostenible en relación con el Código Penal español. Es cierto que la recepción de algo distinto a lo acordado defrauda a quien la obtiene, porque su adquisición estaría vinculada, seguramente, a la satisfacción de una determinada utilidad. En este sentido, sí puede afirmarse que existe un perjuicio. Cuestión distinta es que ese perjuicio pueda valorarse económicamente (requisito indispensable incluso para quienes mantienen la concepción objetivo-individual, pues el carácter objetivo viene marcado precisamente por el valor económico del acto de disposición). Si el Tribunal tiene que determinar ese valor en términos de utilidad no existirá criterio alguno al respecto. No podrá apelar a la valoración personal del sujeto, que daría lugar a arbitrariedad. Tampoco puede recurrir a la ficción de entender que éste no recibió ninguna contraprestación por el hecho de que la utilidad de la misma sea, para él, nula, porque lo cierto es que sí recibió la contraprestación. Por consiguiente, tiene razón VALLE MUÑIZ cuando afirma que el defraudado podrá recurrir a la vía civil para satisfacer su reivindicación por la vía del art. 1269 CC[30], ya sea logrando la nulidad del contrato, ya el resarcimiento de los daños y perjuicios, incluidos los morales, que se hayan ocasionado. Cabría recordar, para concluir, que un sano principio del Derecho penal contemporáneo lo sitúa en la retaguardia de la prevención de conductas antisociales, también las que afectan al patrimonio individual, de manera que bien puede situarse al Derecho civil en primera línea de tutela contra las defraudaciones y aprovechar al máximo los mecanismos sancionadores con los que cuenta para lograrlo.   






[1] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, Madrid, 1991, p. 343.
[2] Con una argumentación distinta, CONDE PUMPIDO, Estafas, Valencia, 1997, p. 54 : “Lo que ha hecho el Tribunal Supremo es trasladar la esencia del engaño penal de la forma de su materialización (...) a su condición de bastante”.
[3] Vid. VALLE MUÑIZ, El delito de estafa. Delimitación jurídico-penal con el fraude civil, Barcelona, 1987, p. 175. CONDE PUMPIDO, Estafas, Valencia, 1997, p. 59 refiere la STS de 18 de mayo de 1995, donde se alude a las formas concluyentes del engaño “cuando el comportamiento tiene lugar en un contexto social, en el que su capacidad comunicativa es indudable”, reconociendo que se trata en realidad de conductas activas en cuanto implican la afirmación tácita de un hecho.
[4] Cfr. VALLE MUÑIZ, op. cit., p. 179 ss. Distingue el autor entre los actos concluyentes y la comisión por omisión.
[5] Cfr. STS 22 de noviembre de 1986, donde el Tribunal Supremo se refiere a “formas omisivas impropias de acción concluyente” (Cfr. CONDE PUMPIDO, op.cit., p. 59.)
[6] Cfr. ANTON ONECA, Estafas y otros engaños, en Enciclopedia Jurídica Seix, Tomo IX, Barcelona, 1957, p. 8; en el mismo sentido, GUTIÉRREZ FRANCÉS, op. cit., p. 345 s. PASTOR MUÑOZ, La determinación del engaño típico en el delito de estafa, Madrid, 2004, p. 196 distingue, sin embargo, entre juicios de valor con dimensión subjetiva y con dimensión objetiva, considerando la autora que éstos remiten en última instancia a afirmaciones de hecho y que por eso pueden integrarse en el concepto típico de engaño. Los primeros, por el contrario, sólo “plasman el sentimiento o la actitud de alguien hacia una realidad concreta”, lo que impide asignarles el carácter de veraces o inveraces.
[7] Una argumentación similar, aunque más extensa, en el Auto del Tribunal Supremo 2324/2002, de 28 de noviembre: La línea divisoria entre el dolo penal y el dolo civil en los delitos contra la propiedad se halla dentro del concepto de la tipicidad, de tal forma que sólo cuando la conducta del agente encuentra acomodo en el precepto penal que conculca, puede hablarse de delito, sin que por tanto, ello quiera decir que todo incumplimiento contractual signifique la vulneración de la Ley Penal, porque la norma establece medios suficientes para restablecer el impero del Derecho ante vicios puramente civiles. Depurando más el concepto diferenciador, la Sala Segunda tiene reiteradamente declarado, que la estafa existe únicamente en los casos en los que el autor simula un propósito serio de contratar cuando en realidad sólo quería aprovecharse del cumplimiento de la parte contraria y del propio incumplimiento, propósito difícil de demostrar que ha de obtenerse normalmente por la vía de la inferencia o de la deducción, partiendo tal prueba indiciaria, lejos de la simple sospecha, de hechos base ciertamente significativos según las reglas de la lógica y de la experiencia, para, con su concurso llegar a la prueba plena del hecho-consecuencia, inmerso de lleno en el delito. Surgen así los denominados negocios civiles criminalizados en los que el contrato se erige en instrumento disimulador, de ocultación, fingimiento y fraude. Son contratos procedentes del orden jurídico privado, civil o mercantil, con apariencia de cuantos elementos son precisos para su existencia correcta, aunque la intención inicial, o antecedente, de no hacer efectiva la contraprestación, o el conocimiento de la imposibilidad de hacerlo, defina la estafa.

[8] Art. 271 CC argentino: “Acción y omisión dolosa. Acción dolosa es toda aserción de lo falso o disimulación de lo verdadero, cualquier artificio, astucia o maquinación que se emplee para la celebración del acto. La omisión dolosa causa los mismos efectos que la acción dolosa, cuando el acto no se habría realizado sin la reticencia u ocultación.”

[9] Esencialmente coincide con esta conclusión, aunque con una argumentación distinta, que pasa por asumir el criterio de la tipicidad , tal y como lo plantea el Tribunal Supremo, GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit. p. 256 ss. En p. 260 reconoce que “lo que sea ilicitud civil o estafa continúa resolviéndose de forma casuística en los tribunales” lo que explica que “conductas esencialmente idénticas llevan aparejadas consecuencias jurídicas tan diversas y que, muchas veces, su suerte esté condicionada por circunstancias como la capacidad económica del sujeto activo o de la propia víctima, la probabilidad de obtener por una vía no penal el resarcimiento correspondiente, antes de recurrir a la coacción que conlleva el aparato penal, etc.”
[10] Vid. PASTOR MUÑOZ, La determinación del engaño típico en el delito de estafa, Madrid, 2004, passim., en especial, p. 145 ss.
[11] Cfr. VALLE MUÑIZ, op. cit., p. 155 ss.; GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 352 ss., afirmando la autora que con anterioridad a la reforma de 1983, “doctrina y jurisprudencia ubieron de buscar, por motivos político-criminales, un esquema compacto que limitase la entrada masiva de engaños al tipo” (p. 353). ANTÓN ONECA, Estafa, Nueva Enciclopedia Jurídica Seix, vol. IX, Barcelona, 1956, p. 63: “No parece que el Tribunal de casación español, al exigir el elemento causalidad, haya tenido de ésta el concepto amplio –el de la equivalencia de condiciones- tantas veces repetido sobre el homicidio y las lesiones”.
[12] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit. p. 361.
[13] Desde otra perspectiva –aunque en el fondo siga la misma línea- lo explica la STS 464/2003 (Sala de lo Penal), de 27 marzo: “que el engaño sea bastante, supone que analizado éste aisladamente -ámbito objetivo- y en relación a las condiciones exigibles normalmente en el sujeto engañado -ámbito subjetivo-, tenga aptitud de engañar, aunque pueda ser descubierto. Es claro que en el caso de autos tanto desde el punto de vista objetivo como de la normal diligencia exigible a todo inversionista -desde los principios de lealtad, transparencia y seriedad en el tráfico mercantil- pero también desde el cumplimiento de los normales deberes de autoprotección y del correspondiente principio de autorresponsabilidad que impide la utilización del sistema de justicia penal en favor de aquellos que no se protegen a sí mismos, merece la calificación de bastante porque ni fue burdo en sí mismo considerado, ni puede predicarse una total falta de perspicacia o una estúpida credulidad o extraordinaria indolencia para enterarse de las cosas por quien resulta perjudicado con la defraudación.”
[14] SAP Madrid, 541/2003, de 13 de noviembre; SAP Coruña 114/2002, de 4 de septiembre; SAP Teruel 57/2001, de 26 de noviembre. Sobre la “víctima débil”, vid. extensamente, PASTOR MUÑOZ, La determinación del engaño típico en el delito de estafa, cit. p. 243 ss.
[15] Cfr. GROIZARD, El Código penal de 1870 concordado y comentado, Salamanca, 1897, T. VII, p. 128 (cit. por ANTÓN ONECA, Estafa, cit., p. 63)
[16] Cfr. ANTON ONECA, Estafa, cit., p. 57: “Los bienes jurídicos atacados por la estafa son el patrimonio y la buena fe en el tráfico jurídico.” Corrige esta acepción GUTIÉRREZ FRANCÉS al referirse a este bien jurídico como “buena fe colectiva” (Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 235 ss. La autora considera que el principio de intervención mínima obliga a “elevar” el interés penalmente protegido por encima de las relaciones contractuales privadas, hasta alcanzar una relevancia colectiva. Se refiere insistentemente a los casos de fraude en el consumo (masivo) de productos, lugar en el que el interés adquiere ese relieve colectivo, como lo demuestra el nuevo tipo del art. 282 CP (Cfr. PORTERO HENARES, El delito publicitario, Valencia, 2004), pero quizá deba hablarse de un interés “general” por la buena fe en el tráfico jurídico, incluso privado, como referencia valorativa del delito de estafa.
[17] Vid. extensamente, sobre ello, PASTOR MUÑOZ, La determinación del engaño típico en el delito de estafa, cit., p. 123 ss.
[18] Vid. GÓMEZ BENITEZ, Función y contenido del error en el tipo de estafa, en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 1985, p. 335 ss; ARROYO ZAPATERO, Delitos contra la Hacienda Pública en materia de subvenciones, Madrid, 1987, p. 62 s.; MUÑOZ CONDE, Derecho penal. Parte Especial, 14ª ed., Valencia, 2002, p. 414 ; GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 288 ss, con prolija explicación, y p. 415 ss.
[19] Cfr. MUÑOZ CONDE, Ibidem.
[20] ANTÓN ONECA, Estafa, cit. p. 65; VALLE MUÑIZ, El delito de estafa, cit., p. 189 ss.
[21] En contra, CONDE-PUMPIDO, Estafas, cit., p. 87 s., por considerar que cuando no existe legitimación para realizar el acto dispositivo se plantea un problema de tipicidad que debería resolverse recurriendo a otras figuras como el hurto o la apropiación indebida en autoría mediata.
[22] VALLE MUÑIZ, El delito de estafa, cit., p. 215. ; CONDE-PUMPIDO, Estafas, cit., p. 83 ss. en especial, p. 86.  Cfr. sobre lo pacífico de la doctrina en relación con este elemento del tipo, GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 435 ss., esp. p. 438.
[23] Esa disponibilidad es requerida para la consumación de la estafa, vid. CONDE-PUMPIDO, Estafas, cit, p. 103 s.
[24] En el mismo sentido, SAP Madrid, 400/2003 (Sección 4ª), de 21 julio;  273/2003 (Sección 3ª), de 7 julio.

[25] En el mismo sentido, SAP Valencia 285/2003 (Sección 3ª), de 28 mayo; 201/2003 (Sección 5ª), de 2 junio ; 243/2002 (Sección 2ª), de 13 mayo; 57/2001 (Sección 4ª), de 22 febrero.
[26] Cfr. ANTÓN ONECA, Estafa, cit., p. 67.
[27] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 441
[28] Cfr. VALLE MUÑIZ, El delito de estafa, cit. p. 250. En páginas precedentes explica la posición de la doctrina italiana y alemana, con ulteriores referencias doctrinales.
[29] Cfr. GUTIÉRREZ FRANCÉS, Fraude informático y estafa, cit., p. 449 ss. CONDE-PUMPIDO, Estafas, cit., p. 94 ss.
[30] Cfr. VALLE MUÑIZ, El delito de estafa, cit., p. 250. 

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